Leyendo en algún lado que en taino Haití significa “la montańa más alta”, se me ocurrió que además de ese bello contrasentido, existe también un paralelo entre la terrible catástrofe que castigó a Haití hace unos pocos días y la crisis política que agita a Honduras desde el golpe de estado de junio del año pasado.
El paralelo está en la manera en la cobertura mediática que algunos medios europeos y estadounidenses han hecho, ya sea del golpe de estado o del terremoto. Y más precisamente, en las representaciones que de manera velada o más o menos directa, ofrecen de los haitianos y de los hondureños.
De los hondureños vimos cómo los medios internacionales retomaban de manera un poco más sofisticada los calificativos de “turbas antisociales” o “populacho ignorante” con los que nos bombardeaban diariamente los medios golpistas locales. En efecto, tanto en Estados Unidos como en Europa, además de burlarse de Honduras por haber protagonizado una guerra de fútbol, muchos medios importantes siguen reduciendo el movimiento de resistencia a un grupo de “seguidores de Zelaya”. De esta manera, se denota que lo que este grupo exige es la restitución del que aparece como un aprendiz de populista autoritario botado del poder, de manera ilegal, cierto, pero justificada al fin y al cabo. En un teclado, los medios han minimizado hasta la caricatura la verdadera demanda de un movimiento que, articulado alrededor del rechazo al golpe de estado y en defensa de la sufrida democracia hondureña, exige la refundación de su país sobre bases, y no fachadas, verdaderamente democráticas y socialmente justas e inclusivas.
De los haitianos hemos visto como la industria mediática satisface el morbo de los consumidores de sufrimiento; representándolos como víctimas patéticas, y desde hace unos cuantos días, como bandidos, saqueadores de tiendas y violadores del sacro santo derecho a la propiedad privada. Pero lo peor, es que solapadamente, hemos visto cómo aparecen como responsables de lo que les esta pasando. Ya sea porque, se nos recuerda incansablemente, desde que Haití comenzó a existir como país su historia ha sido la de la corrupción, la ingobernabilidad y la violencia; o porque, a la hora que la comunidad internacional se solidariza, los haitianos se pelean entre ellos para arrebatarse la ayuda (eso dice por ejemplo el comentario de una foto publicada en el sitio del New York Times en la que se ve a un hombre amenazando con un cuchillo a un grupo de mujeres que trata de defender los alimentos recibidos...).
Además de esas ideas veladas, también están los silencios.
En efecto, los reflectores que dictan la actualidad mediática ya se han alejado de Honduras, a pesar de que los asesinatos de valiosísimos líderes de la resistencia y campesinos; las amenazas de muerte a las mujeres aguerridas de las barriadas urbanas; las torturas a las que son sometidos algunos periodistas autónomos y los continuos atentados a los medios de comunicación independientes, nos recuerdan que en Honduras la crisis no se puede declinar en pasado, ni siquiera imperfecto.
En Haití, las denuncias que hacen organizaciones humanitarias y activistas con respecto a las “misplaced priorities” de los oficiales estadounidenses y de los militares brasileños de la MINUSTAH, que se dedican ante todo a asistir y sacar del país a sus colegas y conciudadanos, aparecen como comentarios secundarios en artículos que titulan e ilustran ampliamente los saqueos y la violencia, no de algunos individuos, sino de los haitianos. En una ciudad en ruinas, en donde la policía se dedica a cuidar supermercados para que los hambrientos sobrevivientes no recuperen de los escombros los productos que de todas maneras terminarán por pudrirse; la desesperación vuelta violencia es más noticia que la violación de la deontología fundamental de las misiones internacionales que deberían estar en Haití para ayudar a los haitianos. Tal vez por eso, a pesar de que la ayuda afluya con una celeridad y en dimensiones sin precedentes, el sentimiento de los haitianos es el de estar, una vez más, abandonados.
Al igual que de Honduras los medios internacionales más importantes callan la importancia del surgimiento de un movimiento democrático, heterogéneo e inmensamente comprometido con la democracia; de Haití, los medios callan la dignidad de la primera república negra del continente americano, de ese pueblo de pintores y de músicos, patria de una diáspora educada y cosmopolita como pocas.
La representación que se construye así de Honduras y de Haití es la de dos pueblos atrazados, tradicionales, incapaces de vivir en paz pues al fín y al cabo “¿qué saben hondureños y haitianos de democracia?”. La pregunta informulada es ¿para qué quieren la independencia o la autonomía si no sabrían qué hacer con ella? Y la conclusión inconfesable es que Haití enfrentaría mejor las catástrofes naturales si no hubiera protagonizado la única rebelión de esclavos lograda del continente, cuando en el siglo IXX, cometió la osadía de sacar las tropas de Napoleón con la cola entre las patas. Honduras, por su parte, estaría mejor si se contentara con la democracia de las maquilas y los fast food y si no intentara salirse de la zona de influencia de los Estados Unidos.
Es como que si, con sus demandas históricas de democratización y autonomía, hondureños y haitianos hubieran invadido el territorio simbólico en el que ejercen el poder las elites, locales y globales. Poco importa que se trate del empresario estadounidense, del banquero hondureño o del cónsul haitiano en Brasil, todos sintieron deslegitimado su ejercicio de poder y su capacidad de imponer un proyecto que pretende definir las prácticas y modos de vida posibles, sea cual sea su impacto en las mayorías.
De ahí que, una vez disminuidos, nuestros miserosos pueblos puedan de nuevo alimentar la lástima y la condescendencia de aquellos que, tanto en el norte como en nuestros propios países, se sienten superiores a las “turbas”, ya sea esta hondureña o haitiana. Y puedan de nuevo meritar la caridad de los que supuestamente sí saben de democracia y de modernidad, sobre todo si son de mercado.
A la hora en que los haitianos y haitianas enfrentan uno de los momentos más difíciles de su historia reciente, nuestra solidaridad incondicional está con ellos. Aunque no seamos vecinos geográficos, hondureños y haitianos tenemos la experiencia común, íntima, de la impotencia ante la injusticia. Pero también compartimos la convicción de que, aunque nos cueste, seguiremos luchando para conservar la dignidad.
Karen Bähr Caballero